La Estrella, zona cero sanitaria
Los periodistas ejercemos una profesión en riesgo de extinción, al menos para los que nos dedicamos al papel. También está mal pagada aunque cierto es que nos permitirá alcanzar una provecta edad en perfecto estado físico salvo que el COVID-19 lo arruine todo. El oficio tiene muchas contras pero también muchas ventajas, especialmente estos días en los que todos sufrimos un profiláctico arresto domiciliario. Mientras la gran mayoría queda confinada en casa, nosotros tenemos la libertad de deambular por las calles para contarles las historias que ustedes no pueden ver, ni oír ni tocar. A condición de cumplir con un escrupuloso código deontológico, gozamos de una libertad de movimientos de la que muchos logroñeses hoy carecen. Es tanto lo que hemos perdido y en tan poco tiempo. Por unos días si no somos respetados, sí somos envidiados. Nuestro carné nos vale de salvoconducto para ofrecerles el qué, cuándo, cómo y dónde. El por qué de todo lo que está sucediendo se nos escapa. A todos.
Tras la vindicación del oficio y el desahogo, procedo a acercarles lo que está pasando en La Estrella. Más que un barrio, un apéndice de Logroño, sin ánimo peyorativo, un continuum urbanístico de la capital surgido a mediados de la pasada centuria. La circunvalación le separa del barrio de Cascajos (cordón sanitario que aísla pero no protege) y Puente Madre, del polígono de La Portalada y éste, a su vez, de Villamediana.
La Estrella, en la última década, se ha desarrollado al socaire del Hospital San Pedro, hasta el punto de que éste le ha fagocitado. La gente sigue viviendo en La Estrella, pero la infinita mayoría de los que andamos por ahí estamos de paso. Este fin de semana yo no debería haber estado aquí al igual que ustedes tampoco deberían estar ahora recluidos en sus casas o en sus trabajos. Pero es lo que hay. La Estrella ha dejado de ser un barrio para ser la zona cero sanitaria de La Rioja. Con un enfermo de COVID-19 por cada mil habitantes (en breve Madrid nos superará), un sitio al que nadie en su sano juicio iría en estos momentos.
De pequeño me tocó mucho frecuentar el San Pedro, un edificio grandilocuente, con aires de seminario, olor rancio y color de un pastel tristón como las memorias que evocaban sus paredes. Pero en esos momentos, cuando La Rioja era una región próspera, rica y con un resplandeciente futuro (ahora estamos por encima de la media al menos en lo que al coronavirus respecta), disfrutaba de un avanzado servicio de alergología, pionero incluso, entre cuyos pacientes me encontraba.
Con el paso del tiempo, el San Pedro se ha convertido en un complejo hospitalario del siglo XXI, a cuyo alrededor se han desarrollado clínicas asistenciales, residencias, bares y, también, no hay que esconderlo, un tanatorio que ayer sólo permitía el paso de un máximo de dos personas para contratar un servicio y un límite de diez en el recinto.
Desde el 15 de enero me ha tocado regresar diariamente al barrio de La Estrella. Entre el hospital y la clínica, mi abuelo, nonagenario, lleva tres meses ingresado. El jueves cambiará una prisión, la de la habitación que ocupa, por otra, la de su casa. Su evolución no sólo es favorable sino que es hasta esperanzadora. Y, en estos tiempos de emergencia, es mejor ganarle tiempo a la Parca (o al COVID-19) en casa que en un centro sanitario.
Paradojas de la vida. Mientras mi abuelo florece, el coronavirus pone en jaque la salud de muchos de sus coetáneos y la de nuestro sistema sanitario. Decía que diariamente me acercaba a La Estrella hasta que llegó la tarde del domingo, en la que desde la clínica restringieron por completo las visitas. Ahora mismo, cualquiera de nosotros somos un factor de riesgo para todo paciente. El pavor al patógeno arrancó hace dos viernes. Hasta entonces, los enfermos podían andar por el pasillo, comerse a bocanadas la primavera temprana y ocupar la sala de estar sin ningún tipo de censura. Al día siguiente, se les prohibió salir de las habitaciones. Al cambiar de semana, se restringió a un pariente por paciente el número de visitas y se estableció un registro de entradas y salidas. Y ya este fin de semana, se impuso un control de temperatura nada más acceder al edificio, antes de declarar éste off limits. Juzguen ustedes si es grave la situación y cómo ha evolucionado.
Antes de despedirme, hasta el jueves (espero), acompañé a mi abuelo a la ventana de su celda. Le dije. ‘Mira’. Y dirigió sus ojos al cielo. ‘Uy qué negro está’. Mi abuelo es de la generación que leía el futuro en las nubes. Los elementos marcaban sus ritmos vitales. ‘Abajo’, le dije. Miró al aparcamiento del CIBIR y me contestó: ‘Qué vacío está’. Creo que entonces comprendió lo que está pasando.
Más allá de la cotidianidad hospitalaria, La Estrella es un barrio en estado de shock, como lo están todos. El jueves cerró la Cafetería O Donnell, la primera en hacerlo. 24 horas después, le siguieron el resto. La Calle Piqueras, siempre congestionada, parece una arteria peatonal más. Sólo cuatro establecimientos siguen abiertos: el estanco, el Carrefour Express, Clarel y el Avais Market. No es la lluvia, es el pánico. No es la DANA, es el COVID-19. Los urbanos y los metropolitanos que trasiegan arriba y abajo van casi vacíos. Sólo pasan ambulancias. Raudas. Silentes. Su desfile es un funesto augurio, el rastro del coronavirus que todo lo puede.
En el hospital, la vida transcurre tranquila. Insólitamente tranquila. Al menos en sus pasillos. No me atrevó a subir ninguna planta. Me da miedo encontrarme a las puertas del Infierno como en el Canto III de la Divina Commedia: ‘Lasciate ogni speranza o voi che entrate’. La situación es límite. Ahora todos lo sabemos.
Ayer no se perdieron nada. Se lo aseguro. Mientras podamos les seguiremos contando lo que está pasando.






