Fantasmas en la milla de oro
Hoy no voy a ser tan optimista como ayer. No seré apocalíptico como Miguel Ángel Revilla en El Hormiguero pero no estoy para repartir alegría. La prórroga del confinamiento está casi convalidada y el goteo de muertos no cesa. El conteo ayer fue interminable. Fue el peor día de todos desde el viernes 13 de marzo. La realidad impone su jodido diezmo.
El barrio que os propongo es el Paseo de las Cien Tiendas, nuestra milla de oro, la respuesta logroñesa a la Calle Preciados. Vitoria siempre tuvo El Corte Inglés y nosotros, en respuesta al espírito liberal y comercial que siempre caracterizó a la capital riojana, teníamos Calvo Sotelo, Juan XXIII y Doctores Castroviejo, entre otras.
En este barrio, no hay otro más céntrico en toda La Rioja, se acometió la primera peatonalización de calles de toda la ciudad. La urbanista encargada de la misma fue Pilar Salurrallana. El mérito fue suyo prácticamente en exclusiva. De los balcones de las casas colgaron crespones negros -fue entonces mayoritario el rechazo de los vecinos- pero los bajos se plagaron de tiendas. Fue un éxito arrollador. La iniciativa cambió la faz del barrio para siempre. Eran tiempos, además, en los que en los bolsillos logroñeses cabían los mismos billetes que en los de un navarro o un mallorquín. Por supuesto que teníamos más dinero que la media.
Con la globalización, los logroñeses y los riojanos perdimos el paso. Comenzaron la fuga de empresas, la desaparición del tejido industrial, la merma de ingresos y, como en todos los sitios, se aceleró la mercantilización de la sociedad y la depauperación de las clases medias. En este contexto, el Paseo de las Cien Tiendas sobrevivía como oasis comercial. Venido a menos pero en pie.
La crisis de 2008 asestó un duro golpe al comercio capitalino. Los locales se vaciaron y a Calvo Sotelo sólo se acudía a la Oficina de Desempleo. Un quinto de los riojanos en edad de trabajar se vieron en ese trance. A la falta de liquidez en los hogares se sumó la explosión del comercio on line, cuyas tiendas quizás sean etéreas pero su mercancía es real como la vida misma. Las Cien Tiendas se asomaron al precipicio. Pero sortearon el abismo con mucho sacrificio.
Tras una década de escasos márgenes, el bicho ha golpeado con virulencia en la milla de oro. En pleno corazón logroñés, ayer a plena luz del día, apenas te encontrabas a una decena de personas en sus calles. En Doctores Castroviejo, sólo resisten cuatro establecimientos abiertos: La Caixa, la Protectora de Animales, Kikos y la Droguería Gonsi. En Ciriaco Garrido, vía fagocitada por el Colegio de Maristas (con los estragos que ha hecho el bicho tardaremos en ver de pie la manzana), Logroño Dental es la única que no ha echado el cierre. En la calle Beti Jai (Siempre Fiesta en euskera, homenajea desde hace nada al histórico frontón donde se cometieron tantas sevicias durante la Guerra Incivil y después de la guerra), absolutamente nada. Ni el SAC atiende al público. En Calvo Sotelo, la principal del barrio, sólo funciona Aural y lo hace con horario restringido. La Filmoteca ayer debería haber programado La Niña de Tus Ojos y en el antiguo INEM se ha suspendido la atención presencial. A partir del 1 de abril, van a necesitar refuerzos para dar respuestas a tantas preguntas. El recorrido acaba en Juan XXIII, la avenida más preparada para la crisis. La Pescadería Urbano se mantiene abierta (‘¡Qué panorama! Esto es malo para todos’, lamentan desde el quicio) como también lo hace La Alacena de Mariano (para estar en Las Cien Tiendas no hay que tener un nombre cool), El Ángel y Jamones Galilea.
La incertidumbre acecha al resto de negocios cuyo futuro, cuando se domestique al bicho, seguirá siendo incierto. Los logroñeses no vamos a estar para escaparates. La paradoja de la sociedad de consumo sin consumidores está muy cerca de materializarse.
Acabo mi paseo con una recomendación. La Casa del Libro nos invita a leer a Toteking. El rapero, en estos tiempos en los que toca esconderse, publica Búnker. Memorias de encierro, rimas y tiburones blanco. Amén.
Enfilo Jorge Vigón, me doy la vuelta y, a la altura del Colegio Adoratrices, qué veo. Un cartel. ‘Salúdame coño, que me conoces’. Joder, si el bicho nos ha quitado hasta los afectos.






