Campeando la emergencia
Pazuengos, a principios del pasado milenio, era la frontera más meridional de Navarra hasta que el Cid pasó por ahí. Fue en 1066 cuando la localidad riojalteña se incorporó a los dominios de Castilla, constituyendo una fortaleza ideal -junto con el vecino bastión de Grañón y el de Ibrillos, este ya en Burgos- desde la que acometer la reconquista riojana. En Pazuengos, hace casi un milenio, Rodrigo Díaz de Vivar recibió el título de Campeador, campi doctor, como reconocen los versos latinos:
‘Hoc fuit primum singularre hellum
cum adolescens devicit Navarrum,
hinc Campi doctor dictus est majorum
ore virorum’
Aunque a los pazuenguinos la leyenda del Cid les deja fríos, «lo vemos como un mercenario, un señor de la guerra», recuerda César Somovilla (Pazuengos, 1970), alcalde de la localidad, la verdad es que la fortaleza se rindió al guerrero castellano pero mantiene a raya al coronavirus, la mayor amenaza que se cierne sobre nuestra región estos días.
Del castillo que dio fama a la región no queda nada. Sobre sus ruinas se elevó la actual iglesia de San Martín, cuyo alzado recuerda que el templo de Dios fue en su día una fortaleza. El edificio actual conserva las saeteras y las almenas propias de su origen arquitectónico.
Situado a 1.161 metros de altura (aunque tiene cimas que superan los dos mil como es el caso de Cabeza Parda y otras que se acercan como Chilizarrias y Gulizarrias, ¡no hay cumbres riojanas con nombres tan simpáticos!), a Pazuengos sólo se puede llegar por la LR-413, tras dejar Santurdejo siete kilómetros atrás, o por el GR-93 que conecta San Millán de la Cogolla y Ezcaray.
De momento el bicho no ha entrado por ninguna de estas vías. Rodeado de montes, desde la atalaya se vislumbra hasta La Bureba, y pastos, el Gobierno de La Rioja tiene una explotación agropecuaria para la cría de ganado de la raza Avileño-Negro-Ibérico, los pazuenguinos se sienten inexpugnables al contrario de lo que pasa en el resto de las localidades del valle del Oja donde el coronavirus ha golpeado con saña y virulencia, especialmente en Santo Domingo de la Calzada.
César Somovilla, el último en nacer en Pazuengos, recuerda que los 31 vecinos (el pueblo mantiene un saldo vegetativo estable: «Los que mueren por los que vienen a empadronarse», apunta el primer edil) «estamos bien». «O creemos estarlo», acota, «aunque otra cosa es que seamos portadores y no lo sepamos». La pirámide poblacional incluye jóvenes «de una treintena de años» con vecinos nonagenarios «como Marcos, que creo que tiene noventa y dos».
Durante el confinamiento, Pazuengos ha mantenido su invernal reclusión. Hasta allí sólo sube «Pancalsa», para el reparto de pan en la comarca, y «Congelados Egea». Desde el 14 de marzo se han sumado las visitas «habituales» de la Guardia Civil y de los «militares» que colaboraron en la desinfección de la zona. De hecho, desde el pasado 20 de marzo en la plaza hay a disposición de todo el que lo necesite un «dispensador» amarrado de forma un tanto rudimentaria pero que cumple con su cometido.
Para minimizar al máximo la posibilidad de contagio, los pazuenguinos se han organizado. «Cuando uno baja a comprar, sube para todos», informa. Eso sí, los vecinos evitan Santo Domingo, «porque el bicho ha golpeado fuerte», y centralizan sus compras en Ezcaray. «Estamos equidistantes pero preferimos comprar allí. Nos sentimos más seguros», aclara.
En Pazuengos no echan nada de menos aunque desde la instauración del estado de alarma han tenido problemas para comprar planta. Y eso que ahora la lluvia (desde Semana Santa cayó con fuerza) ha dado tregua y hay que aprovecharlo. «Pero no nos venden. Fuimos a comprar cebollas pero para pocas unidades no nos dejan comprar», se lamenta José Luis Peña Blas (Pazuengos, 1950) mientras orea la tierra para poner patatas. Ajos ya puso pero no va a tirarse todo el año comiendo liliáceas. «Si conseguimos cebollas, las pondremos pero no nos dan y a Santo Domingo nos da respeto bajar», se sincera.
Aunque en los setenta Pazuengos estaba condenado a la extinción, como sus aldeas arruinadas de Villanueva y Ollora, la localidad ha logrado mantenerse con vida. «En los ochenta muchos vecinos optaron por recuperar y conservar el pueblo. Se había vendido todo, incluido terrenos inalienables. Hubo años de mucho abandono (él, último nacido en el pueblo, ya no fue a la escuela local) pero nos recuperamos», presume.
Cuando pase la emergencia, a Pazuengos le espera la misma incertidumbre que a la mayoría de pueblos de La Rioja: «No creo que se ruralice nuestro modo de vida. En Pazuengos no hay oportunidad laboral. Otra cosa es que, como ahora, muchos puedan teletrabajar (en Pazuengos la conexión es óptima pero sólo vía satélite)», se despide.
A la espera de nuevas pandemias, la villa poblada por irreductibles pazuenguinos resiste, todavía y como siempre, al invasor. Se llame como se llame y venga de donde venga.






