Confinados a 1.243 metros de altura
En Santa Marina, uno de los pueblos más bonitos de La Rioja, están acostumbrados a que les visiten. Incluso los de España Directo. Llegaron hace un par de años para dejar constancia de una nevada de las buenas, de las de antaño, con 65 centímetros de nieve. Pero desde hace mes y medio la sensación de reclusión es total. Su único contacto con el exterior se limita a Ascen, que sube todos los sábados desde Entrena para repartir en Santa Engracia del Jubera, la capital administrativa del valle, Santa Marina, que depende del anterior, y Robres del Castillo. Cada quince días sube el repartidor de Congelados Egea y, de vez en cuando, la Guardia Civil. En este lapso han tenido tiempo también para ver un par de nevadas. No como las de antes, pero mucho más copiosas que en otras poblaciones de la sierra riojana.
Mientras en estas seis semanas el mundo cambiaba por completo, Santa Marina se mantiene ajena a la peste desatada por el bicho. Los cinco vecinos que pasan el confinamiento a 1.243 metros de altura (se trata del tercer enclave habitado más alto de La Rioja, sólo superado por El Horcajo y San Andrés, ambos dependientes de Lumbreras, otro magnífico lugar para pasar la emergencia sanitaria) no son inmunes pero se sienten a salvo de todo.
Santa Marina no sale, por ahora, en las guías Lonely Planet pero es uno de los secretos que mejor esconde La Rioja. Su altura privilegiada (Peña Isasa se puede tocar y el Moncayo no queda mucho más lejos), su arquitectura tradicional de lastras y su relativa falta de comodidades (la falta de potencia en invierno de las placas solares les mantienen aislados de la televisión aunque la telefonía móvil entra como un tiro) la convierten en un paraíso en las Alpujarras riojanas.
Es tal su encanto que el pueblo es de lo más dinámicos de la zona. En verano las veinte casas de Santa Marina están habitadas. Además, cuenta con una asociación, La Fragua, un rehabilitado Salón de Usos Múltiple, dos canastas y un improvisado campo de fútbol con portería incluida. Ademas, el 18 de julio, cuando se festeja a la patrona, Santa Marina, reúne a cerca de trescientos de sus hijos, más que toda la población del valle del Jubera.
Cinco vecinos pasan la emergencia en Santa Marina: José Luis Domínguez, su hermano Marino, su primo Jesús ‘Chuchi’ también Domínguez, Paulina y Edgar Thran, que como indica su apellido es el ‘alemán’, aclimatado como el que más a los rigores de las Alpujarras riojanas.
José Luis Domínguez (Santa Marina, 1943) otea el horizonte junto a un mimbral. Cuando era mozo iba andando a Soto en Cameros, «dos horas por el monte», y a Munilla, «unas tres». Esas dos localidades servían de referencia para los vecinos. Asegura que «el virus no ha llegado». «Y que no llegue», advierte. Pocas veces sale de Santa Marina y, cuando lo hace, «se pone la mascarilla» aunque no cree que al bicho le dé por instalarse a 1.243 metros de altura.
Sabe que su pueblo es uno de los más bonitos de la región, que en verano es una gozada estar en Santa Marina. La emergencia sanitaria no le ha cambiado la vida aunque asume que la tradicional fiesta del 18 de julio «este año igual no se puede hacer».
Su primo Chuchi Domínguez fue la última persona en nacer en Santa Marina. Fue en 1953. Acudió a la escuela de El Collado y cuando ésta se cerró, se llevó el petate a Ribalmaguillo, aldea perteneciente a Munilla. Otra joya. Después se fue a Logroño donde está su familia. El confinamiento le pilló aquí. Pudo bajar a la ciudad pero «sabiendo que mi familia está bien, tampoco tiene mucho sentido que esté allí».
El estado de alarma generado no le preocupa a Chuchi Domínguez que presume de la belleza de un pueblo que ha sabido recuperar el empuje demográfico de antaño. «Cuando yo vivía aquí éramos unos 40 vecesinos. Ahora en las fiestas de Santa Marina suben hasta 300 personas y en verano las veinte casas están ocupadas», enumera.
Las fiestas del 18 de julio «lo veo difícil que se hagan» pero el coronavirus ya se ha llevado por delante las Jornadas del Potro, puestas en marcha hace unos cuatro años. «El Ayuntamiento (Santa Engracia) no nos da nada o casi nada», critica antes de recomendar las vistas desde «Ferneda», un otero impagable que se abre a los Cameros.
En la última casa habitada de Santa Marina se encuentra Edgar Thran (Dörverden, 1965), alemán que no echa de menos su Baja Sajonia natal. Lleva veinte años en La Rioja y está a punto de cumplir seis semanas de confinamiento.
Trasplantado de corazón hace año y medio, anda justo de defensas. Además su mujer es sanitaria, razón que le empujó a guarecerse en Santa Marina. Aquí aguarda a que acabe la emergencia sanitaria mientras pone al día su casa. Jubilado tras el cierre de la Tabacalera, es un héroe un poco rousseauniano, no echa en falta la civilización ni le afectan las ‘incomodidades’ de vivir sin luz eléctrica. «Con las placas me basta», apunta. Ha plantado unos robles que, en un futuro muy lejano, le cobijarán bajo su sombra. Es sólo cuestión de tiempo.
Mientras Alemania ha sido un modelo en la gestión de la enfermedad COVID-19, España se encuentra desde el 14 de marzo de rodillas. «Pero porque aquí la gente vive en la calle, se abrazan, se besan. Es una costumbre», defiende. «Eso y el hecho que los españoles tampoco hacen mucho caso a las recomendaciones», bromea.
Si Edgar Thran vive al final del pueblo, Roberto Calvo (Pamplona, 1991) lo hace al inicio del mismo, donde la LR-477 se transforma en Calle Real. Con la emergencia, ha decidido no entrar en el pueblo. «De aquí no paso», asegura consciente de que el contagio puede llegar en cualquier momento. Lleva esta profilaxis a raja tabla.
Está empadronado en Santa Marina pero vive en Logroño «aunque me he subido porque tenía las colmenas sin atender». Es ingeniero con salvoconducto para faenar en su centenar de colmenas. «La emergencia nos ha venido muy mal», se desespera. «Es cuando más trabajo hay pero es imposible hacerlo bien, ni comprar azúcar tratada,…», denuncia. A la emergencia sanitaria se suman otras dos plagas que acechan a la apicultura riojana: «La varroa y la avispa asiática, que está entrando». La exportación de miel china no afecta a su actividad en riesgo de extinción.
Como se ve, ninguno de los males chinos han llegado a Santa Marina.






