No es un barrio, es un pulmón
Volvemos a nuestro avío que no es otro que el de los barrios de Logroño. Quedan muchos por conocer pero, como me parece que el arresto domiciliario va para largo (si no es hoy será mañana, pero nos lo van a ampliar, aunque al menos creo que nos permitirán recuperar las calles), paseemos de nuevo por nuestra ciudad.
En esta ocasión se trata de acercaros La Grajera, nuestra salida natural al campo, y sus aledaños. No es un barrio, lo sé. Es mucho más que eso. Es un pulmón.
El recorrido empieza por el Centro Penitenciario de Logroño, la cárcel no de todos pero sí de 355 presos aunque estos días todos vivimos un poco encerrados. Los números de la penitenciaria son de pueblo considerable. 190 trabajadores se ocupan de un centro con 177 presos de segundo grado y 48 en tercero, de los cuales 45 están controlados de forma telemática por lo que pueden pernoctar en sus casas. Hay 52 preventivos a la espera de juicio y otros 22 penados pendientes de clasificar. Entre ellos los dos insensatos que han ingresado en la cárcel por saltarse repentinamente las restricciones a la movilidad impuestas por la emergencia sanitaria.
La cárcel marca el límite entre Logroño y Lardero. Ahí, en esa muga imperceptible, se ubican fincas particulares, El Dorado, el club hípico Al-Andalus, Agua y Jardín o Espacios Verdes. También Ocisa, que el martes volvió al tajo. Cuenta con treinta operarios que mantienen su ritmo aunque «guardando la preceptiva distancia de seguridad». La obra civil, por ahora, no se para aunque «todo va mucho más lento».
Subiendo hacia La Pila (565 metros, una de las mejores atalayas desde la que contemplar Logroño) se encuentra Castilseco, un pueblo dentro de otro pueblo como es Lardero. El nombre de sus fincas invita al sosiego: El Capricho, Villa Dalí, El Olivo, El Cortijo o Yerberino. Hay coches, cancelas, perros y ovejas. José Mata sale de Castilseco. Va y viene de Lobete, «mientras me dejen», para dar de «comer a los perros».
Más adelante, en paralelo a la AP-68, surge el citado Monte La Pila -o pico, lo mismo da- desde el que se observa el Campo de Golf, una de las pocas instalaciones municipales en toda España para la práctica de este deporte.
Bajando al campo de golf nace ya el Parque de La Grajera y la Barranca. Aunque uno con el confinamiento ha perdido la poca pituitaria que tenía, huele a aulagas y espliego. También a pino y viña, olores a los que estamos mucho más acostumbrados.
El parque lleva un mes sin paseantes y eso que sus interminables veredas (La Cárcava, El Pantano, El Humedal, etc.) invitan a perder el tiempo y demorar el paso.
El Camino Viejo de Entrena te devuelve a la capital (Las Tejeras) o al propio parque. En medio de La Grajera vive, desde hace 36 años, Francisco López y su mujer. No es necesario decir que están en la gloria aunque echa de menos a la gente. «Sobre todo los domingos», se despide al tiempo que corta unas alcachofas. De la huerta a la mesa.
A 500 metros se atisba ya el edificio de Toyo Ito pero antes sale al paso la Planta de Hormigón Julio Angulo. La sucursal logroñesa cuenta con unos ocho empleados pero la central de Uruñuela ocupa a setenta. La emergencia sanitaria, de momento, les ha obligado a concentrar la jornada laboral (de 8 a 16 horas), sin turno. «Antes íbamos a comer al restaurante de La Grajera, pero ahora está cerrado», lamentan.
El pantano, la verdad, queda ya a un paseo. Poco antes de que comenzara el confinamiento se metieron las máquinas para doblar el camino con el objetivo de que paseantes, peregrinos y ciclistas no se estorben. Para junio, en principio, estará desdoblado. Eso sí, el trasiego habitual tardará en recuperarse.
La Grajera se presenta ya en todo su esplendor. La temporada de pesca se ha acabado abruptamente pero las lluvias han convertido el embalse y sus alrededores (senda muy recomendable de 2.600 metros) en lo más parecido a un humedal que podemos ver en la capital riojana.
La policía clausuró los parques y los merenderos. Aun habrá que esperar para volver a oler a sardinas y chuletillas en La Grajera.
Si los jabalíes han tomado Madrid durante el confinamiento (lo mismo han hecho los ciervos en la banlieue de París), aquí los animales también campan a sus anchas.
Los conejos eran ya una plaga antes de la emergencia sanitaria. Ahora se van a poner tan gordos que habrá que llevarlos a la guardería cuando éstas se reabran. Tendrán actividades extraescolares que no sé con qué dinero pagaremos.
Los lepóridos, como las ardillas y los patos, llevan casi desde siempre. Apenas molestan, salvo que se te metan entre las ruedas. En nuestra ausencia, eso sí, rapaces y carroñeras amenazan con apoderarse del parque. Ellos, como el bicho, no hacen enemigos.
Así se queda La Grajera. Llegará el día en el que la recuperaremos. No será en abril. Quizás sí en mayo. Aunque hoy o mañana me temo que no habrá buenas noticias. Cuánta crueldad esconden los fines de semana y eso que La Grajera fue creada para ser disfrutada de sábado a domingo.






